viernes, 22 de diciembre de 2006

OPINION


NOCHE DE LANGOSTINOS
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Eduardo Bajo A.
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Pasados los puentes de diciembre, después de la primera nevada del año, David salió a la calle, abrió las aletas de su nariz al aire de la noche, respiró hondamente y, con cierto fastidio, se dijo: “Huele a Navidad”.
“La Navidad –pensaba- es cosa de comerciantes, cretinos o niños” y como él no se ubicaba en ninguna de estas categorías, intentaba protegerse de la avalancha festiva. A sus diez y seis años, era lo bastante contestatario para desconfiar del ambiente prefestivo, las absurdas sonrisas en los rostros de la gente y los buenos deseos.
Así que cada vez que escuchaba un “felices fiestas si no nos vemos...” y tal, en lugar de los acostumbrados “holas”, “taluegos” o “anda que te den”, se ponía malo. Mas, cuando a eso de la Nochevieja alguien le decía lo de “feliz entrada y salida” el muy pícaro asentía –“pues vale”- con una elocuente sonrisa. “¡Pero que gente más estúpida!”. Mañana le daban las vacaciones. Llegaría a casa corriendo, tiraría los libros en un rincón hasta el 8 de enero, viviría la noche y dormiría hasta las doce. Reencuentros con los amigos, largos paseos por el espacio León y un agujero en los bolsillos, pensando la falta que le hace ese ipod para la música que descarga o la tabla de snow para subir a Pajares con la peña. Demasiado programa para pocos días. Bueno, al menos intentaría pasarlo bien y, en otro orden de cosas, ésta vez procuraría sobrellevar el espíritu navideño y hacer lo posible para que en la inminente Nochebuena su padre no tuviera que dar un puñetazo en la mesa, su madre no se encerrara en la cocina, con el pañuelo en la mano sonándose la moquita en privado y su hermanita siguiera creyendo en la magia y la generosidad de los Reyes Magos.
Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al entrar en casa, para dejar los libros, se encontró con la mesa puesta, el mantel de hilo, los platos regalo de la Caja, las bandejas con el turrón, dátiles, higos, polvorones. La botellas del gaitero y el champán autóctono enfriando; la cubertería regalada por el banco, la salsera rebosante y, en el centro, un enorme rosetón de langostinos. “Pero ¿qué es esto? –se dijo mirando el calendario- si estamos a 22 y faltan tres días para la Nochebuena...” A lo que su madre, impertérrita, respondió: “Pues sucede que el inútil de tu padre, queriendo reparar el lavavajillas se cargó la instalación”. “Todo el día sin luz y los langostinos, al precio que traen, descongelados”. “Así que no hay más remedio –añadió resignada- que adelantar la Nochebuena”.
Qué fiasco para David, él que era el garbanzo negro, que abominaba de estos días y de la teatralidad de reproducir la imagen de una familia modélica, se veía superado por su madre. “Vaya con la vieja –se dijo- esto sí es pasar”.
Acabado el banquete, el padre se acostó para ir a escuchar Hora 25 en la cama, David ayudó a su madre a recoger los cacharros y, la hermanita, se quedó dormida junto al árbol. Ante este apacible panorama no tuvo más remedio que admitir: “Pues no ha estado mal”. “Nos hemos ahorrado el discurso del Rey, la misa del Papa y un muermo en la tele”. “Oye, mamá, -gritó desde el rellano- mañana, si quieres, celebramos la Nochevieja” y, como un día cualquiera, salió a la calle.

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