OPINION
La Pasión según Barrabás
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Eduardo Bajo A.
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Eduardo Bajo A.
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Aún es pronto, pero es posible que a estas horas, mientras escribo estas líneas, ya esté plasmada en un papel la terna de presos elegida por la cofradía del Santo Cristo del Perdón. Uno para ser soltado después de la parafernalia y dos, diríamos, en el banquillo –por hablar en términos deportivos-.
Hace 2000 años otro convicto, Barrabás, fue igualmente indultado y puesto en libertad pero no volvimos a saber de él. Ignoramos si acabó sus días en paz, como un venerable patriarca, rodeado en el lecho de muerte por sus hijos y nietos, mientras en la calle plañían sus mujeres o si, por el contrario, volvió a reincidir a la primera de cambio, dando una vez más con sus huesos en la cárcel. En cualquier caso, la figura de Barrabás era tan imprescindible, como la Verónica, el Cireneo o Judas Iscariote, para que se cumplieran unos designios escritos antes de que Caín matara a su hermano.
En el infortunio de Javier, Silvia, Antonio, Covadonga y otros presos liberados por los del Perdón, también hay algo de casual, pero no tanto. Son unos seres comunes, tocados por la mala fortuna y la necesidad, en una sociedad injusta e intolerante. Si las Escrituras necesitaban de un Barrabás, las leyes del neoliberalismo económico en que nadamos, determinan la concentración del poder y la riqueza en unas pocas manos –repasemos la lista en este mismo blog- y una gran cuota residual de marginación, paro, pobreza y miseria. Algo saben los trabajadores gaditanos de Delphi y los leoneses de Vitatene, sobre cuyas cabezas es blandida la espada de Damocles.
En cuanto al acto del Perdón, se trata de un espectáculo con unos tintes fundamentalistas, impropio de estos tiempos, donde concurren clérigos, abades, políticos, militares... y una multitud sobrecogida por la grandiosidad y la música solemne de una representación que evoca aquellos autos de fe de nuestras plazas públicas. La misma multitud que ayer asistía a las ejecuciones y hoy clama por la inseguridad ciudadana; que abusa del tópico, según el cual los presos entran por una puerta y salen por otra; o que las cárceles de hoy son como hoteles de lujo; o que hace unos días –a instancias del PP- injuriaba al Presidente del Gobierno por una decisión judicial no más discutible que la política de Aznar al respecto. ¡Qué contradicción!
Cuando veo a la religión del brazo de los poderes públicos –como ya acostumbran los obispos- se me aparece la triste imagen del prepotente cardenal Segura, el extinto Caudillo bajo palio o el obispo Setién dictando al gobierno su política y negando funerales a las víctimas de ETA cuando los terroristas –si alguno moría manipulando una bomba- eran despedidos en misas concelebradas.
La justicia civil, suplantada por los poderes fácticos, ilegitima la pena y hace una lotería de la rehabilitación del reo. Si todos los presos liberados por la cofradía del Perdón y otras en diversas provincias con el mismo privilegio no suponen peligro para la sociedad -como aducen- y están en condiciones de ser reinsertados ¿qué hacían pues en la cárcel? Es más, ¿cuántos internos se encuentran en la misma situación y debieran por tanto ser igualmente excarcelados?
Lo cierto es que, una vez libre, Barrabás –un De Juana del siglo I d.C.- se esfumó sin dejar rastro. No tuvo que vestirse ningún hábito, ni arrepentirse, ni ser reclamo o protagonista de ninguna procesión. A veces me pregunto qué habrá sido de él. Sin su liberación, no habría habido crucifixión y, por tanto, tampoco habría Semana Santa que celebrar. Sin la colaboración de todas las fuerzas democráticas en el proceso de paz, no sé si podremos acabar con el terrorismo. ¿Es cosa del destino –me pregunto- o bien de responsabilidad?
Hace 2000 años otro convicto, Barrabás, fue igualmente indultado y puesto en libertad pero no volvimos a saber de él. Ignoramos si acabó sus días en paz, como un venerable patriarca, rodeado en el lecho de muerte por sus hijos y nietos, mientras en la calle plañían sus mujeres o si, por el contrario, volvió a reincidir a la primera de cambio, dando una vez más con sus huesos en la cárcel. En cualquier caso, la figura de Barrabás era tan imprescindible, como la Verónica, el Cireneo o Judas Iscariote, para que se cumplieran unos designios escritos antes de que Caín matara a su hermano.
En el infortunio de Javier, Silvia, Antonio, Covadonga y otros presos liberados por los del Perdón, también hay algo de casual, pero no tanto. Son unos seres comunes, tocados por la mala fortuna y la necesidad, en una sociedad injusta e intolerante. Si las Escrituras necesitaban de un Barrabás, las leyes del neoliberalismo económico en que nadamos, determinan la concentración del poder y la riqueza en unas pocas manos –repasemos la lista en este mismo blog- y una gran cuota residual de marginación, paro, pobreza y miseria. Algo saben los trabajadores gaditanos de Delphi y los leoneses de Vitatene, sobre cuyas cabezas es blandida la espada de Damocles.
En cuanto al acto del Perdón, se trata de un espectáculo con unos tintes fundamentalistas, impropio de estos tiempos, donde concurren clérigos, abades, políticos, militares... y una multitud sobrecogida por la grandiosidad y la música solemne de una representación que evoca aquellos autos de fe de nuestras plazas públicas. La misma multitud que ayer asistía a las ejecuciones y hoy clama por la inseguridad ciudadana; que abusa del tópico, según el cual los presos entran por una puerta y salen por otra; o que las cárceles de hoy son como hoteles de lujo; o que hace unos días –a instancias del PP- injuriaba al Presidente del Gobierno por una decisión judicial no más discutible que la política de Aznar al respecto. ¡Qué contradicción!
Cuando veo a la religión del brazo de los poderes públicos –como ya acostumbran los obispos- se me aparece la triste imagen del prepotente cardenal Segura, el extinto Caudillo bajo palio o el obispo Setién dictando al gobierno su política y negando funerales a las víctimas de ETA cuando los terroristas –si alguno moría manipulando una bomba- eran despedidos en misas concelebradas.
La justicia civil, suplantada por los poderes fácticos, ilegitima la pena y hace una lotería de la rehabilitación del reo. Si todos los presos liberados por la cofradía del Perdón y otras en diversas provincias con el mismo privilegio no suponen peligro para la sociedad -como aducen- y están en condiciones de ser reinsertados ¿qué hacían pues en la cárcel? Es más, ¿cuántos internos se encuentran en la misma situación y debieran por tanto ser igualmente excarcelados?
Lo cierto es que, una vez libre, Barrabás –un De Juana del siglo I d.C.- se esfumó sin dejar rastro. No tuvo que vestirse ningún hábito, ni arrepentirse, ni ser reclamo o protagonista de ninguna procesión. A veces me pregunto qué habrá sido de él. Sin su liberación, no habría habido crucifixión y, por tanto, tampoco habría Semana Santa que celebrar. Sin la colaboración de todas las fuerzas democráticas en el proceso de paz, no sé si podremos acabar con el terrorismo. ¿Es cosa del destino –me pregunto- o bien de responsabilidad?
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