FIN DE SEMANA / OPINION
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Eduardo Bajo A.
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Al margen de fitures y ferias en que nuestros representantes lo pasan a lo grande, hay que admitir la importancia del sector turístico en nuestra economía. Así lo entienden los alcaldes de la Cabrera que hace poco daban a conocer en Barcelona las excelencias de su comarca; ignoro cuánto disfrutarían en la Ciudad Condal y cuánto dinero gastaron -aunque supongo quién lo pagó- pero hablar en la Casa de León, para promocionar León ante leoneses es como ir a vendimiar y llevar uvas de merienda.Una buena promoción, es la que hace décadas llevó a cabo un personaje tan irrepetible como Manuel Fraga, cuando vino de su "exilio dorado" como embajador en Londres. La creación de los Paradores y la propaganda dieron sus frutos y el resultado fue la llegada de los europeos del norte, alemanes, ingleses, franceses y... las suecas; la auténtica obsesión de Alfredo Landa que creó todo un género en la historia de nuestro cine. Así lo admitía, con orgullo, en su reciente retirada, antes de la cual tuvo ocasiones para demostrar que hubiera podido ser un gran actor en una España menos cutre.
La falsa idea de que los extranjeros eran ricos e idiotas, hizo que la picaresca se desatara y, para evitar los abusos, Fraga estableció la obligatoriedad de un "menú turístico" a un módico precio e incluyendo un primero y segundo plato, más bebida y postre. Pero, con el tiempo las aguas volvieron a su cauce y, en la actualidad, si comer bien es casi un milagro, encontrarse con un precio razonable es imposible.
Y cuando el turismo era ya cosa de ricos y extranjeros, apareció a finales de los 90 una ministra de Asuntos Sociales injustamente olvidada. Me refiero a Matilde Fernández que "irrumpió" en el Parlamento, con dos arriesgadas iniciativas que escandalizaron a la pacata derecha e hicieron dudar de su cordura a algunos ciudadanos resignados a una existencia miserable. La primera, la campaña del "póntelo, pónselo" para evitar los embarazos entre adolescentes y prevenir el sida -8000 muertes a diario en el mundo son una buena razón-. Y, la segunda, "los viajes a Benidorm" para jubilados gracias a los cuales muchos viejos, para los que la mar era la estepa y las olas las mieses mecidas por el viento, descubrieron el océano.
La tercera aportación, lo último en turismo, se lo debemos a Mariano Rajoy que, habiendo renunciado a la condición de líder de la oposición dispone de un tiempo libre que emplea en la convocatoria de manifestaciones, protestas y pataletas. Unas concentraciones tan vastas, que admiten desde obispos fundamentalistas, hasta fósiles políticos como la Falange. Así, en su afán por erosionar al gobierno, sin pretenderlo –lo mismo que el descubrimiento de la penicilina- ha inventado "el turismo político". Una oportunidad para sus seguidores de conocer España gratis. Los agraciados ya han tenido varias ocasiones para conocer la capital del Estado, una reminiscencia de las convocatorias en la Plaza de Oriente. Pero, como la gente parecía algo cansada de tanto Madrid, el Candidato tuvo el acierto de organizar lo de Pamplona. Una ganga, aunque los toros sólo aparecían en las banderas. Algunos, los más inquietos, ya están pensando en la conveniencia de viajar a Barcelona para dar un aviso a los catalanes; y ¿por qué no a Ceuta y Melilla? A Gibraltar.
Algo habrá que hacer. Viajeros no han de faltar. El inconveniente es que el efecto político de estas algaradas, por la reiteración, por los malos modos, va perdiendo intensidad y credibilidad una vez que ya conocemos su mensaje: llegar al poder como sea.
Una legítima aspiración, con la salvedad de que no se llega en autobús.
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